Tres

El padre de Beatriz no destacaba físicamente especialmente por nada. Era lo que podríamos llamar un tipo normal con el pelo moreno, los ojos marrones y con una barba que empezaba a cubrirse de canas y se teñía de vez en cuando. Era un poco coqueto. En todo caso, si había algo que podía destacar era el tamaño de su nariz; tal vez un poco más grande de lo habitual, aunque sin exagerar. No era guapo, ni feo; agradable de ver, eso sí. Incluso se podría decir que resultaba atractivo. Lo verdad es que había mejorado muchísimo con los años. La edad le confería un toque sereno y agradable.

Sin embargo, esa normalidad se rompía cuando hablaba porque era un hombre explosivo y simpático. No había reunión en la que no destacara. No solo por su altura, sino porque siempre tenía mil anécdotas para contar. Beatriz había heredado de él ese carácter extrovertido cuando cogía confianza. También la verborrea y la imaginación que ambos demostraban siempre que podían.

Le encantaba cocinar para la familia y, sobre todo los sábados, solía ir al mercado para comprar los productos necesarios para sorprender a su mujer y a su hija con sus platos. Los arroces eran su especialidad y hoy había ido al Mercado de Algirós para hacerse con los ingredientes del plato favorito de Gloria, su esposa. Se había levantado temprano, se había vestido sin hacer apenas ruido, había desayunado una tostada con jamón, aceite y sal acompañada de un zumo de naranja recién exprimido y se había marchado sin despertar a las mujeres de la casa, que seguían durmiendo a pesar de ser ya las nueve de la mañana.

Eligió con cuidado la carne y las verduras que también necesitaba, pues creía firmemente que todo el cariño que se le ponía al proceso, desde la selección del producto hasta su cocinado, influían en el resultado final. No se equivocaba.

Cuando volvió a casa se encontró a Gloria tomando en la cocina un café con leche acompañado de una magdalena que él mismo había hecho el día anterior. Por el plato y el vaso que había en la pila intuyó que Beatriz ya había desayunado. 

—Buenos días, amor —le dijo entrando en la cocina y descargando las bolsas que llevaba—. ¿Cómo has dormido?

Gloria farfulló un «Hum» que no descubría claramente si eso era bien, mal o ni fu ni fa. Él guardó en silencio toda la compra tanto en la nevera como en las alacenas.

—Beatriz ya ha desayunado, por lo que veo —dijo dándole un beso en la mejilla y sentándose frente a ella para intentar descubrir su estado de ánimo—. ¿Está por casa o se ha ido a algún lado?

—Tu hija está en su habitación —dijo Gloria con voz cansada—, jugando con unas cartulinas de colores. Me ha puesto la cabeza como un bombo con extrañas explicaciones sobre para qué sirve cada color.

A pesar del cansancio, parecía estar de buen humor.

—Me ha dicho que el color azul cielo servirá para darme energía. No cualquier azul, no: azul cielo. ¿Tú crees que sabe algo? —le preguntó preocupada.

—¿Qué va a saber, mujer? Lo que pasa es que no para. Te habrá visto más cansada de lo normal y ya está. Anoche, antes de dormir, me dijo no sé qué del color naranja para mí. Algo de salud, pero, sinceramente, no le hice mucho caso.

—Toni, ¿tú crees que me voy a morir? —le preguntó de repente, buscando respuestas.

Él, acostumbrado a estas cosas de su mujer, no tardó ni un segundo en reaccionar.

—¡Por favor, Gloria! —le dijo levantándose de la mesa y riéndose un poco para quitarle hierro al asunto, a pesar de estar igual o más preocupado que ella—. Cariño, es que tienes cada cosa, de verdad. Aún no sabes exactamente lo que tienes. Y, en todo caso, tienes fecha para la operación de aquí a tres meses. —Hizo una pequeña pausa—. ¿Esto va a ser así los tres meses? —siguió diciendo mientras recogía la mesa haciendo muchos aspavientos para relajar la situación y hacer reír a su mujer—. Porque si esto es así, yo me cojo un viaje de esos a Constantinopla, que no sé ni si existe todavía y ni siquiera dónde está, pero suena maravilloso, y me espero a que todo pase. A tu hija te la quedas tú, porque solo me falta la niña allá no se sabe dónde, con las cartulinas de colores dándome el viaje. ¡De eso nada!

—¡Toni, te estoy hablando en serio! Y sí sé exactamente lo que tengo, bobo. —No pudo evitar que una leve sonrisa saliera de su boca.

Hacía un par de meses que le habían detectado un tumor en el cerebro. Se había desmayado un día sin razón aparente y, al ir al hospital y hacerle algunas pruebas, dieron con el motivo. Tenían que abrir y extirpar, pero, afortunadamente, ya tenía fecha para la operación. Estaban más o menos tranquilos porque los mejores profesionales para este tipo de cirugías estaban en València. Ahora todo era cuestión de sobrellevar la espera lo mejor posible.

Gloria seguía trabajando. No le habían querido decir nada a su hija. Lo cierto es que la medicación la dejaba un poco adormilada y cansada. Ella, que era una mujer de una gran energía y que gustaba de hacer cientos de actividades, se veía relegada a quedarse en casa. Por eso Beatriz, que no era precisamente tonta, sabía que algo pasaba, pero no preguntaba mucho. 

—Ya sé que me hablas en serio, amor —dijo él—. Pero es que me haces cada preguntita. Pues no, no te vas a morir y, además, me vendría fatal que te murieses ahora, la verdad. Aunque también te digo que viudo a los cincuenta, con mi sueldo y una paguita por ti y por tu hija menor de edad pasaría a ser un caramelito. —Seguía intentando bromear y ser lo más positivo posible—. Tu amiga Alba el otro día me miraba con unos ojitos… 

—¡Por favor te lo pido, Antonio! —lo cortó ella, riéndose fuerte—. Si me muero, te dejo que te vayas con cualquiera excepto con Alba. ¡Te lo prohíbo! Si te vas con Alba, te juro que vuelvo de fantasma por las noches y os hago la vida imposible. Es que me da un algo como te vayas con Alba. Aunque, pensándolo bien, ya se lo explicas tú a Beatriz, ya. ¡Si no puede con ella! ¡Le tiene una tirria a la pobre Alba!

Sin darse cuenta, habían acabado los dos riéndose y abrazados en mitad de la cocina. Toni le dio un beso en la frente con mucha ternura, la miró a los ojos y le dijo:

—Todo va a ir bien, amor.

—Lo sé —le dijo ella con sinceridad—. Es solo que el estar sin poder hacer muchas cosas de las que hacía antes me altera un poco.

Gloria era una mujer muy activa y esta pequeña pausa en su vida le estaba reconcomiendo por dentro. Era una pelirroja explosiva que tenía una luz especial en sus ojos que se había apagado un poco por la enfermedad. Siempre que sonreía, a su boca le acompañaba su preciosa mirada. A pesar de estar trabajando de cara al público, nunca dejaba de sonreír. Beatriz tenía su mismo pelo enredado y profuso, aunque ella lo llevaba bastante más corto que su hija. A Gloria le llegaba justito a los hombros. Sesenta kilos, metro sesenta y siete de estatura y una energía maravillosa que irradiaba siempre que podía. 

—Además, estoy preocupada —siguió diciendo— porque sabes que mi padre falleció de un tumor cerebral y tenía la misma edad que yo. En un año se nos fue.

 De repente, él se separó y soltó una carcajada tremenda.

—¡¡Por el amor de Dios, Gloria!! —exclamó entre risas—. Y luego soy yo el exagerado y el excesivo. 

—¡Te estoy hablando en serio!

—Cariño, en primer lugar esto no es hereditario, ni le tiene por qué pasar a Beatriz, que ya sé por dónde vas. Y, en segundo lugar, tu padre tuvo un accidente de moto y se pegó un leñazo en la cabeza cuando iba sin casco. Si lo que no sé es como no se quedó allí. No tenía un tumor, es que le extirparon medio cerebro —exageró—. No puedes estar pensando ahora que esto es algo genético que pasa de padres a hijos hasta el infinito y más allá. 

—Yo qué sé —dijo ella con un sentimiento medio de enfado y medio de ridículo por lo que había dicho, pero con una sonrisa en la boca—, pero ya es casualidad, ¿no? Los dos con  cuarenta  y  nueve  años  y  los  dos  con  el  mal  en  la cabeza.

—Ven aquí —le cogió la mano y la atrajo hacia él—, que sí que estás mal de la cabeza, sí. Anda, dame un beso.

Se besaban en la boca con todo el amor del mundo cuando, en ese preciso instante, Beatriz apareció resoplando.

—¡Por favor! —espetó con cara de asco pasando entre ellos, como si no hubiera más espacio en la cocina, solo para separarlos—. Idos a vuestra habitación para estas cosas.

—¡Oiga, señorita —dijo su padre—, que solo era un beso! 

—Pues eso —siguió Beatriz—, que no es agradable.

—Ya me lo contarás cuando seas más mayor, ya —le dijo Gloria, divertida—. Y te recordaré lo que me estás diciendo ahora.

Beatriz miró la nevera de arriba abajo, pero no encontró nada que le apeteciera.

—Papá, ¿hoy no vas a hacer nada de aperitivo? —le dijo con cara de buena chica.

—¡Cómo luego no comas lo que voy a preparar, te las verás conmigo, señorita! —le contestó con cara de felicidad mientras se ponía manos a la obra—. ¡Fuera las dos de la cocina! ¡Vamos, fuera!

Ellas se dirigieron al salón y, una vez allí, Beatriz se giró de repente hacia su madre y le dijo en voz baja:

—¡Mamá!, ¿qué le pasa a papá?

—¿A qué te refieres? —Gloria se quedó un poco sorprendida por la pregunta.

—No sé. Yo lo veo raro. Últimamente se preocupa en exceso por nosotras. Hoy cocina tu plato favorito, ayer hizo arroz al horno para mí. Y ayer no era sábado.

—Eso sí que no es extraño… ¡Arroz al horno! —se burló—. ¡Vaya detective estás tú hecha! Ni Sherlock Holmes descubriendo un crimen.

Beatriz miraba a su madre como si le ocultara algo. Continuó hablándole en voz baja para que no les oyera su padre.

—Anoche le estuve contando lo de los colores y no me hizo ni caso. Estaba como ausente, como preocupado. Sabes que me gusta hablar con él antes de irme a dormir y contarle cómo ha ido el día. Yo ayer hablaba y hablaba y nada. Incluso le di la solución por si el problema era de salud. Algo nos oculta.

—Estoy segura de que nos oculta el ingrediente secreto que le pone al tartar de fuet que, pongo la mano en el fuego, nos estará haciendo ahora —le dijo para evitar cualquier conversación sobre el tema.

—A mí no me engañas. —Se veía la sospecha en los ojos entrecerrados—. A papá le pasa algo, pero no te preocupes, que ya lo averiguaré. Me voy a mi cuarto a seguir con mis cosas. 

Gloria la miró con una sonrisa mientras se marchaba por el pasillo camino a su habitación. Antes de entrar y cerrar la puerta, Beatriz le echó una última mirada maliciosa a su madre. 

—Te estaré vigilando —le dijo, divertida, haciéndole un gesto con la mano derecha señalándose los dos ojos, señalando después con la misma mano los de su madre y repitiendo el movimiento dos veces.

Gloria le devolvió el gesto, siguió sonriendo y fue hacia el comedor. Un cosquilleo de satisfacción recorrió su cuerpo. Se sentía afortunada de la hija que tenía. Suspiró. Estaba claro que Beatriz sospechaba algo, aunque, evidentemente, no iba por el camino correcto. Veía a su padre preocupado y pensaba que era a él al que le pasaba algo.

La espera los estaba minando por dentro a los dos. Toni se hacía el duro e intentaba sacar su parte más divertida, pero Gloria notaba que en cuanto se daba la vuelta, él acusaba el dolor. Se querían. Mucho. No se podían imaginar una vida sin estar el uno al lado del otro y cualquier posibilidad de perderse los hundía.

El equipo médico les había dicho que no era nada de lo que preocuparse en exceso, pero que, por supuesto, una vez entrabas a un quirófano, fuera por lo que fuera, había un riesgo. Gloria intentó no pensar mucho más en el tema. Al fin y al cabo, todo era cuestión de tiempo. Como se solía decir: si tenía solución, ¿para qué preocuparse?; y si no tenía solución, ¿para qué preocuparse? ¡Qué fácil decirlo y qué imposible llevarlo a cabo!

Cogió un libro que había encima de la mesita del comedor y se sentó en el sofá con la intención de leer un rato cuando, de repente, sonaron cuatro campanadas rápidas. Por las horas que eran, le extrañó muchísimo que repicaran. Casi por intuición se asomó un momento al ventanal del comedor que daba a la calle de la Paz, desde donde se veía la torre de la iglesia de Santa Catalina, cómo si desde allí pudiera ver alguna cosa. Pensó que sería alguna festividad en la que se hacían repicar las campanas. El cielo se ennegreció y la temperatura pareció bajar en un instante. «Alguna nube que está pasando», pensó. Un segundo después sonó el timbre de la puerta.

—¿Vas tú, cariño? —le dijo Toni desde la cocina.

Aún no había contestado cuando el sol volvió a lucir con la misma fuerza de antes. 

—¡Voy! —gritó ella, tanto para que la oyeran los de dentro de la casa como quien estaba llamando.

Se arregló un poco el pelo mientras se acercaba a la puerta, la abrió y descubrió que allí no había nadie. Miró el piloto formado por lucecitas rojas que marcaba el piso donde estaba el ascensor. Una B mayúscula indicaba que estaba en el patio del edificio. Se asomó por la barandilla de las escaleras y no vio a nadie. Miró hacía arriba y nada. Pensó en subir para ver si había alguien, pero se encogió de hombros y volvió a meterse en casa. Supuso que sería algún crío que, bajando, había llamado al timbre para gastar una broma. Como vivían en el primero, entendió que ya habría salido del edificio

—¿Quién era? —dijo Toni asomando la cabeza por la puerta de la cocina.

Gloria contestó simplemente negando con la cabeza y regresó al comedor. Toni continuó preparando la comida. Beatriz seguía en su habitación memorizando colores. Fuera, Camael se mantenía pegado a la puerta del ascensor en el piso de arriba, controlando la respiración. Esperó un momento antes de salir de allí para asegurarse de que nadie lo veía. Una vez en la calle, sacó su teléfono y llamó a Miguel.