Camael apenas levantó la vista del libro que estaba leyendo al escuchar el repicar de la campanilla que había encima de la puerta cuando ésta se abrió. En su rostro se dibujó una pequeña sonrisa, muy pequeña, casi imperceptible. De repente el sonido de aquella minúscula campana le pareció el más emocionante del mundo. Un pequeño hormigueo recorrió toda su columna vertebral. La estaba esperando desde hacía días.
Una cabeza se asomó tímidamente. Desde su posición, sentado en una silla alta detrás del mostrador de espaldas a la puerta, Camael pudo observar, a través de un pequeño espejo que había colgado en la pared, parte del pelo largo de color rojizo y algo enmarañado de ella. En ese momento no pudo alcanzar a ver sus vivaces y curiosos ojos color verdoso que brillaban de asombro mientras observaba el interior de la tienda. Bajo el flequillo se entreveía una pequeña nariz respingona.
Mientras sujetaba con fuerza el marco de la puerta, sin atreverse aún a entrar en el interior, sus mejillas se sonrojaban delatando emoción y timidez. Las pequeñas pecas que le rondaban la cara parecían tomar más color aún. Desde ese lugar, y sin apenas dar un paso hacia delante, recorrió el establecimiento con su mirada de forma inquisitiva como si estuviera explorando un mundo nuevo. Una sonrisa casi juguetona se empezó a vislumbrar en su rostro. Al fin se había atrevido a entrar.
Entró con paso cauteloso y se dirigió lentamente a un aparador lujoso de color rojo profundo que había justo enfrente de ella. La tienda estaba abarrotada de extraños objetos, pero esa especie de armario bajo llamó poderosamente su atención. Era una hermosa pieza de madera sólida. La parte superior estaba coronada con una losa exquisita de mármol blanco con vetas negras intrincadas. Tenía dos grandes cajones a cada lado y dos alargados más en el centro. Los cuatro cerrados con llave. Los tiradores de los cajones eran de color oro viejo. Apoyado en la pared, estaba lleno de filigranas que rodeaban tanto las ocho patas sobre las que descansaba como el resto del mueble.
Colgado en la pared encima del mueble había un pequeño grabado japonés que representaba una mujer mirándose en un espejo. Ella miraba el conjunto ensimismada. Tanto que no se percató de la presencia de Camael a su lado observando también el cuadro.
– ¿Te gusta? – le preguntó con esa voz tan grave y bonita que lo caracterizaba.
Apenas puedo asentir con la cabeza mientras lo miraba de reojo. El metro noventa y cinco de Camael podía impresionar a cualquiera a primera vista. Era extremadamente guapo. El pelo largo, ahora mismo recogido de manera casual, dejaba ver su delicada cara. La barba, perfectamente recortada y cuidada, le hacía un poco más mayor de lo que realmente era. Ella no se atrevió en ese momento a mirarlo a los ojos. Los labios carnosos y bien proporcionados se movieron para seguir hablando.
– Es un grabado japonés original del siglo XVIII – le empezó a contar -. Se supone que debería estar expuesto en el MET de Nueva York pero aquí está, en una pequeña tiendecita de objetos extraños de València.
Ella permanecía callada sin poder quitar la mirada de aquella pintura japonesa. Estaba paralizada. Y aunque no sentía miedo exactamente, notaba un cosquilleo en el estómago que no le permitía articular palabra.
– Por cierto, no está a la venta – continuó Camael -. Y, por si te interesa, es de Kitagawa Utamaro. Representa a Naniwa Okita admirándose en un espejo. De hecho se llama así. Es una maravilla, ¿no crees?
Aguardó un momento esperando una respuesta que sabía no llegaría.
– Mi nombre es Camael – dijo -. Y tú, ¿cómo te llamas?
Apenas había pronunciado estas últimas palabras cuando ella salió corriendo hacia la puerta mientras él continuaba mirando el cuadro con esos ojos color marrón claro que sonreían casi más que su boca.
Unos segundos después, sonó de nuevo la campanilla de la puerta y, como si de una cabeza parlante se tratara, ella se asomó y dijo con una voz muy tenue:
– Me llamo Beatriz Blanco Hernández y hoy es mi cumpleaños –. Y cerró de un portazo mal calculado.
Él encogió los hombros, acusando el ruido causado, y siguió sonriendo de medio lado. Al fin la había encontrado.
De la trastienda salió una mujer rubia de pelo largo y rizado que había estado observando la escena con sigilo.
– ¿Estás seguro de que es ella, Camael? – preguntó.
– Tan seguro como que hoy es 3 de septiembre, Casandra – contestó.
– Sabes que esto no va a acabar bien, ¿verdad?
– No tiene por qué.
– Ya conoces la profecía.
– También conozco las profecías que se cumplen por el hecho de ser pronunciadas. Así que mejor no volver a hablar del tema. En todo caso, lo que tenga que ser, será.
– Lo que tenga que ser, será. Amén, Camael.
Casandra bajó la cabeza resignada y volvió por donde había salido. Camael siguió mirando el grabado japonés un largo rato. Estaba inmensamente feliz.
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