MEX – LHR . Françoise Sagan

Me he dormido. Me he quedado absolutamente dormido.

Estos días han sido de muchísimo trabajo. Soy ejecutivo especializado en el análisis estadístico y reconfiguración de datos a nivel internacional y no he parado de trabajar en toda la semana. México me ha dejado absolutamente agotado y ha sido subir al avión, sentarme al lado de la ventanilla y quedarme dormido.

No sé cómo ha podido ocurrir, pero ha ocurrido. Me he despertado cuando sólo faltaba una hora para aterrizar. Al ver que seguíamos volando, he entendido que alguien había estado “aguantando” el avión mientras yo dormía. A partir de ese momento me he dedicado a mirar entre los pasajeros para ver a quién debía agradecer mi existencia. La mía y la del resto del pasaje.

He descartado inmediatamente a la mocosa que tenía sentada a mi lado y que durante lo que han durado mis pesquisas ha dedicado su tiempo a hacerse selfies e intentar subirlos a instagram. ¡Qué guantazo tenía la niña! Le decía a su acompañante: “tío, no carga el internet”. Insufrible.

Por delante de mí el pasaje parecía tranquilo. Muchos de ellos despertándose como yo de un largo sueño. Los que estaban despiertos parecía que conversaban animadamente unos con otros después de tantas horas de viaje.

Al girarme he visto, dos filas detrás de mí, a una señora mayor con el pelo blanco y la cara petrificada. Sus manos agarraban con fuerza el asiento. Viajaba sola, pues en su fila no había ningún pasajero más. Iba totalmente maquillada, con un color de labios rojo fuerte y un fuerte colorete en sus mejillas. Tenía una mueca en su rostro que me hacía recordar el mío cuando hago fuerza en el despegue. Los ojos bien abiertos mirando el infinito. He deducido que había sido gracias a ella que todo había ido sobre ruedas.

Respiraba tranquilo cuando, en ese mismo momento, el comandante ha dicho por el altavoz que estábamos a punto de aterrizar. Extrañamente el vuelo había llegado casi tres cuartos de hora antes de lo previsto. Un milagro en toda regla. Me he girado y he vuelto a mirar a nuestro ángel de la guarda por encima del reposacabezas. He dicho un “gracias” en voz baja y he observado que seguía en la misma posición.

El avión ha comenzado el descenso y ha aterrizado sin problemas. He cogido mi equipaje de mano y he decidido salir por detrás. Al pasar por delante de la señora para darle las gracias me he dado cuenta de que seguía en la misma posición, con la misma cara, enganchada aún fuertemente en la butaca. No parpadeaba, no emitía sonido alguno. Estaba ahí quieta, hierática… muerta.

No sabía qué hacer. Avisar a una azafata hubiera significado esperar y dar más explicaciones de las que me apetecía. Por otro lado me parecía inhumano dejar a la pobre mujer allí. Nadie parecía darse cuenta de la situación. Todos parecían animados con la llegada a Londres. He mirado a un lado y a otro. Quería parecer tranquilo, aunque el corazón me iba a mil por hora.

Al final he decidido agacharme, acercarme a su rostro impasible y susurrarle al oído un nuevo: gracias. Le he dado las gracias porque, como dijo Françoise Sagan“la felicidad para mí consiste en gozar de buena salud, en dormir sin miedo y despertarme sin angustia”. Sobre todo despertarme.

He dado media vuelta y he salido silbando por la puerta. Nunca se me ha dado bien disimular.