LHR – SXF . Albert Einstein

¡Qué poco dura la alegría en la casa del pobre!

Como ya he dicho alguna vez, viajo solo, pero no siempre. En raras ocasiones me acompaña algún compañero de la empresa, normalmente cuando viajo a Alemania, como era en esta ocasión.

Suelo ser yo mismo el que se encarga de todo el papeleo de los billetes pero, con la felicidad del vuelo anterior, me deje los papeles en casa y tuve que pedirle a la empresa que me consiguiera un nuevo pasaje hacia Berlín.

Mi compañero y yo nos dirigimos al aeropuerto de London Gatwick. Una vez allí no encontrábamos en el panel el vuelo, así que fuimos a preguntar al personal de tierra de la compañía. Ahí empezaron todas nuestras desgracias: nos habíamos equivocado de aeropuerto, teníamos que haber ido al de Heathrow.

Miro la hora y pienso que no llegamos. Salimos zumbado con las maletas y dos bolsas llenas de libros que he comprado durante la semana. Desechamos la idea de  coger el autobús, que tarda más o menos una hora en condiciones normales, y pillamos un taxi. El taxista dice que nos lleva pero que nos cobra trescientas Libras. Lo miro con cara de odio, pero no nos queda más remedio. Luego le pasaré el ticket a la empresa a ver si cuela. Advierto al taxista que tenemos que llegar sí o sí a coger el maldito avión, en caso contrario le pago la mitad.

El coche vuela. El taxista no quiere perder dinero. En un momento pienso en decirle que pare. Va a ser peor el remedio que la enfermedad. Me mataré antes en el coche que en el avión. Es pura estadística pienso, pero no me atrevo. Seguimos volando, esta vez en tierra.

El taxi llega a tiempo, más o menos. Vamos a pagar y el taxista no lleva datáfono y nosotros no llevamos suficiente dinero. Convenzo al taxista para que nos acompañe dentro a sacar dinero. Mientras yo voy facturando las maletas, mi compañero busca un cajero.

El personal de tierra me dice que no da tiempo a facturar, que vayamos directamente a embarcar o no llegamos. Salgo corriendo con las maletas y las bolsas. En el camino me encuentro a mi compañero y al taxista. Viene con cara preocupada. Las cajeros no funcionan. Una caída del sistema informático bancario a nivel nacional. El taxista más que preocupado, enojado. Un zamarro de casi dos metros. Ahora nos odia él a nosotros.

Le explico a toda prisa que no tenemos tiempo, que no podemos perder el avión. Le pido un número de cuenta donde le haré un ingreso cuando llegue a Berlín. A duras penas le hago a confiar en nosotros. Nos ve la cara de agobio y nos cree. Todo esto se produce mientras vamos corriendo para pasar el control de seguridad.

Pasamos a toda velocidad, puro milagro. Corriendo hacia la puerta de embarque, llegamos por los pelos. Pero en la puerta el imbécil que nos atiende nos dice que una maleta por persona. “Normas de la compañía”, nos dice. La dos bolsas se quedan en tierra. Empiezo a ponerme nervioso. Le digo que nos deje pasar con las bolsas, que no va a pasar nada. Le explico nuestro periplo para llegar y que las bolsas son equipaje de mano. Se niega. El equipaje de mano son las maletas. “Normas de la compañía”, repite como un loro. Queda un minuto y van a cerrar la puerta. ¡Cómo se puede ser tan hijo de puta! Tan hijo de una grandísima puta.

Me niego a dejar los libros. Empiezo a sacarlos y a ponérmelos encima como puedo. Por dentro de la camisa. En la cintura del pantalón. La situación es absolutamente ridícula. El azafato nos mira sin inmutarse. Parecemos gilipollas. Con traje y corbata, y llenos de libros. Por todas partes. Al menos diez libros cada uno. Once quizás. De los grandes. Además meto las bolsas grandes dentro de mi maleta. Casi no podemos andar.

Por el pasillo hacia el avión le oigo decir por el telefonillo: “¡Todo listo!”. Aceleramos el paso. Me voy a cagar en la madre que lo parió. Llegamos con la puerta casi cerrándose. La azafata no da crédito a lo que ve. Nos deja pasar con la cara desencajada, parece sospechar que es una bomba. De hecho nos pregunta si llevamos una bomba. La miro con absoluta incredulidad. “¡¡¡Pero menuda puta mierda de seguridad hay en los aviones!!!”, grita mi cerebro. Respiro, sonrío como puedo, le digo que no, que son libros. No hace más preguntas. Hace dos clics con el “cuentapasajeros”.

Atravesamos el pasillo hacia nuestros asientos. El pasaje nos mira. Vergüenza. El avión empieza a moverse. Saco las bolsas de las maletas y metemos dentro los libros. Mientras me siento, y respiro como puedo con un cabreo monumental, pienso en Albert Einstein cuando dijo: “Hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana. Y del Universo no estoy seguro”.