Dos

Apenas se oía el revolotear de las aves cruzando el cielo de un lado para otro en un aparente sinsentido. El aire soplaba muy suave; de hecho, a veces ni se sentía. La temperatura era maravillosa, aunque en una hora seguramente comenzaría a refrescar y no vendría mal llevar algo de manga larga con lo que taparse. Si en València en esos momentos se podía encontrar algo de paz era, sin ninguna duda, en ese lugar.

—Camael, ¿sabes que Casandra anda algo preocupada? —le dijo Miguel con cierta inquietud.

—Lo sé, Miguel —le contestó con fastidio—. Me lo dice constantemente.

—¿Y bien?

—¿Para eso me has hecho llamar? —Se veía que estaba molesto—. No hay nada de lo que preocuparse, de verdad.

—Confío en ti ciegamente.

—Y yo te lo agradezco.

Hubo una pausa larga. Los dos estaban sentados en uno de los embarcaderos de El Palmar, observando la Albufera. Respiraban el aire puro mientras se regocijaban en un momento de tranquilidad lejos del ruido de la ciudad. En ese instante, extrañamente, no había nadie por allí. Todo estaba sereno a pesar de que el atardecer se aproximaba y la gente solía ir a esa zona cuando caía el sol para coger alguna barca e iniciar un paseo, contemplando el crepúsculo desde el centro del lago.

Miguel y Camael casi respiraban al unísono. No eran muchos los momentos de tranquilidad de los que podían disfrutar al día, pero, sin duda, este era uno de ellos. Estaban como dos chiquillos: apoyadas las manos en el suelo detrás de la espalda, con la cabeza tirada hacía atrás y unas bonitas sonrisas marcándoles el rostro.

La verdad es que un rato en un muelle de El Palmar conseguía transportarte y darte la sensación de que el tiempo se había detenido. Este rincón del mundo era diferente. Había conservado su encanto casi inalterado durante décadas. Toda una rareza en los tiempos actuales. Seguramente por eso les gustaba ir allí cuando tenían algo delicado de lo que hablar.

Camael rompió esos minutos de silencio y serenidad en los que cada uno intentó liberarse de sus pensamientos de una manera diferente. Se enderezó un poco y, mientras Miguel seguía respirando hondo, le dijo:

—Ya la conocerás. Beatriz es perfecta.

—Camael —se reincorporó—, perfección solo existe una.

—Ya sabes lo que quiero decir. No quería ofender —dijo con sinceridad.

—Lo sé. Te veo embelesado con esa chiquilla.

—Aprende muy rápido. Es un poco tozuda y, como todos, acabó aburriéndose con los colores. Y sí, tenéis razón, le enseñé demasiado pronto que se pueden leer las mentes, pero ya sabéis lo que pienso de las primeras lecciones. De todas formas, estoy seguro de que hoy habrá puesto en práctica todo lo aprendido. Casandra no tiene de qué preocuparse. Conozco bien cuál es mi papel y es cierto que con Beatriz he estado más volcado que con otros, pero también creo que merecerá la pena ver su rápida evolución. Además, sabes cómo es Casandra. Pocas veces dice nada bueno de nadie.

—Tiene buen olfato, lo sabes —le recriminó de manera suave.

—Lo sé, lo sé. Y nunca he dudado de su maravilloso saber hacer ni de su capacidad para analizar las almas de las personas a primera vista, pero en general le cuesta ver la bondad de los seres humanos. Y no todo es blanco o negro, así es imposible hacer nuestro trabajo. Existe una escala de grises que también es aceptable. La puridad es complicada de encontrar, ni siquiera a esas edades. Te digo que esta vez se equivoca. Con ella se equivoca.

A Camael le brillaban los ojos hablando de Beatriz. Estaba convencido de la bondad de su corazón. Todo su cuerpo y su energía lo estaba. Miguel analizaba sus gestos mientras lo escuchaba.

—Creo que nunca me he equivocado —siguió Camael—. Y es verdad que siempre he estado de acuerdo con los análisis que ha hecho Casandra. Juntos hemos hecho un gran trabajo y hemos formado un gran equipo. He seguido sus consejos sin cuestionarla nunca. Es cierto que siempre fue fácil al coincidir en casi todo. Hasta ahora. Perdón, como no quiero mentir, hasta que se equivocó con mi anterior protegido. Nunca debí admitir a Lucas. No estaba preparado y ella fue la que se empeñó. Perdimos un tiempo valiosísimo. Nosotros y él. En ese momento, algo se rompió con ella, que sigue pensando en que no puse todo de mi parte, y yo opino que ella se cegó con él. Entiendo por eso que, tal vez, nuestro momento ha pasado. Debemos seguir caminos diferentes si el tiempo nos da para ello. Por eso te pido que nos separes.

Miguel se acordaba de todo lo que había acontecido con Lucas. Casandra se empeñó en acogerlo, Camael empezó a enseñarle la magia de los colores y el pobre chiquillo era incapaz de retener nada. Lo intentaron durante semanas. Al fin y al cabo, había encontrado la señal, la había sabido interpretar y había llegado a la tienda. Una vez dentro, algo cambió. Recordaba el día que se quedó embobado mirando el espejo verde de la tienda. Un espejo que no refleja a las personas, solo a los objetos. Un espejo absurdo que no tenía ningún tipo de utilidad ni sentido, ni siquiera una función mágica. Lucas estuvo casi una hora delante del espejo, ensimismado. Cuando dejó de mirarlo solo podía llorar y llorar de manera desconsolada. Nadie entendía lo que le pasaba. Le explicaron, una y mil veces, que aquel espejo no significaba nada. Que no estaba su reflejo ni el de nadie. Tuvieron que intervenir para que pudiera seguir con su vida y olvidara la tienda y todo lo que allí había acontecido. Es cierto que Miguel ya notó entonces que algo se había roto entre Casandra y Camael. No acababa de vislumbrar si lo de Lucas había sido causa o efecto de ese desamor entre los dos, pero, por lo escuchado, parecía que no se había curado.

—Lo haré, Camael —le dijo—, cuando todo pase y Beatriz ascienda. Mientras tanto, tendréis que trabajar juntos por el bien de todos. Esa es mi decisión sobre este tema.

—Entendido —respondió sin un ápice de reproche en sus palabras—. Como siempre, atenderé a tus órdenes.

—En todo caso —le dijo, levantándose del pequeño muelle—, tienes razón en una cosa.

—¿En qué? —Camael lo siguió.

—No todo es blanco o negro, y Casandra peca de eso, pero ya sabes cómo es…

—No me malinterpretes, Miguel —habló con cierta preocupación—. Adoro a Casandra, pero creo que debemos darnos un tiempo. Seguro que con otro podrá seguir haciendo un gran trabajo. Lo de Lucas tiene que quedarse en una anécdota.

—Todo entendido —zanjó Miguel.

Salieron los dos andando de allí con mucha tranquilidad a pesar de que el sol ya casi había desaparecido y empezaba a verse con dificultad. Iban animados hacia el coche para volver al centro de la ciudad.

—Ha sido una pena no traer una buena cámara para captar este momento —le comentaba Miguel a Camael mientras andaban—. Me gusta absorber para el recuerdo estos espectáculos naturales. Hay tantos detalles en ellos, tanto que observar, que siempre descubro algo nuevo.

—Precisamente por eso es mejor no traer cámara: para seguir viniendo y seguir descubriendo lo que se nos ofrece —sentenció, alegre, Camael.

—Te tomo la palabra. Volveremos.

Andaban los dos juntos por las calles silenciosas de camino al aparcamiento de la entrada del pueblo. Solo se cruzaron con un par de personas a las que saludaron con educación.

—¿Cómo van los demás? —le preguntó Camael.

—Como seguro que entiendes, quien muestra más entusiasmo es Gabi —le contó, mientras los dos mostraban una sonrisa socarrona de aprobación—. Es entusiasta por naturaleza. Está trabajando con un adolescente que se llama Hugo. Todo un descubrimiento. Domina ya varias técnicas y está demostrando un gran potencial. De hecho, os estamos esperando al resto para seguir adelante. Gabi no quiere enseñarle mucho más hasta que todos estemos preparados.

—¿Dónde tiene Gabi la tienda esta vez?

—En un pequeño bajo que hay cerca del Mercado del Grau. Para llegar a ella debes descubrir la inscripción que hay en la esquina del edificio de La Harinera. Ya sabes que es de las más difíciles que tenemos, junto con la tuya de la estatua de Guastavino y la que hay en el suelo del Rastro.

—Para mí, sin duda, la del Rastro es la más complicada. Encontrar la inscripción en la parcela 137 y que, además, solo se activa los domingos por la mañana cuando hay vendedores, es difícil incluso cuando la estás buscando. ¿Cuánto tardó Hugo en descubrir la de La Harinera? —le preguntó con curiosidad.

—Apenas una hora y cincuenta minutos desde que la pusimos en marcha. Llegó a la tienda treinta minutos después y en menos de cuarenta y ocho horas ya había empezado su formación.

Camael estaba muy sorprendido. Beatriz había encontrado la señal cinco horas después de activarla. Cierto que llegó en menos tiempo a la tienda, pero tardó varios días en entrar y más de una semana en empezar la formación.

—Me alegro por Gabi —dijo Camael, realmente contento—. Siempre hace un gran trabajo con creatividad y muy buena comunicación.

Cuando llegaron al aparcamiento, ya había anochecido por completo. Apenas la luz de un par de farolas cercanas iluminaba todo el descampado donde los fines de semana cientos de coches aparcaban con visitantes, llegados de todas partes, dispuestos a probar los arroces de la zona. Estaban solos. La moto de uno y el coche del otro también estaban solos.

A modo de despedida, ambos cogieron la nuca del otro con la mano derecha mientras chocaban las manos izquierdas, acercaban sus frentes y fijaban las miradas.

«Nahno nur fi a lalam li nurana yuchio wa wunir li aljarin»1, dijeron los dos a la vez y a modo de mantra. Lo repitieron tres veces, se sonrieron y separaron sus cabezas. Después de eso, se dieron un fuerte abrazo y un beso fraternal en la mejilla. Camael se dirigió a la moto y Miguel sacó su teléfono para revisar los mensajes antes de montarse en el coche.

—Nos vemos pronto —dijo Camael cuando pasó por delante de Miguel subido en la moto.

Miró a un lado y a otro antes de salir a la pequeña carretera que lleva a València y desapareció en la noche. Mientras tanto, Miguel buscaba el teléfono de Casandra en el móvil.

—Dime —le contestó ella de forma escueta.

—Hemos pasado la tarde juntos y he hablado con él. Seguro que los dos tenéis razón en algún punto de la historia, pero necesito que sigáis colaborando hasta que todo pase.

—Pero, Miguel… —intentó cortarle.

—Casandra —le espetó—, no voy a detener el proceso en estos momentos, eso lo tengo claro. En todo caso, te pido que estés atenta a las señales y me comuniques cualquier anomalía. Pero, insisto, quiero ver colaboración.

—Entiendo —dijo, resignada.

—Sabes que te quiero, ¿verdad?

—Lo sé.

—Y lo más importante: ¿sabes que te creo?

—Lo sé —le volvió a decir, aunque sin mucho entusiasmo.

—Entonces confía tú también en mí. Si pasa cualquier cosa más, llámame enseguida.

—Así lo haré —zanjó la conversación y colgó el teléfono.

A Miguel le hubiera gustado decirle algo más, pero entendió que el momento ya había pasado. Tiempo habría de continuar la conversación y sacar mejores conclusiones.

Se disponía a subir al coche cuando oyó las cuatro campanadas. Teniendo en cuenta la hora, supo que no era el reloj de la iglesia. Todo a su alrededor se tiñó de un tono azulado y notó su presencia justo a sus espaldas. Estaba sola. Estaría a unos tres metros de él, cuatro como mucho. Puede que lo normal hubiera sido girarse, pero Miguel no lo hizo.

Le sorprendió su presencia allí, aunque sabía que de ella podía esperarse cualquier cosa. Sus ojos verdes se tornaron grises, tal y como le ocurría siempre que se ponía en guardia dispuesto a pelear. Ella, sin embargo, no parecía buscar batalla. Miguel, de todas formas, optó por mantenerse alerta. A sus cincuenta años, había vivido muchos momentos así y, aunque no era un tipo especialmente alto, se crecía en estas circunstancias.

El cuerpo se le tensionó para recibir toda la información posible de lo que pasara a continuación. Había que ser precavido. Eran tiempos complejos.

—¿Qué haces por aquí, Miguel? —le dijo con esa voz tan gutural que era difícil de percibir si no ponías todos los sentidos.

—Esto es zona blanca, Isabel —le dijo sin girarse y dándole la espalda.

—¿Estás seguro?

—Estoy segurísimo —contestó con contundencia—. La pregunta sería ¿qué haces tú aquí?

Miguel mantenía su actitud sin darse la vuelta. Aun así, la veía reflejada en la ventanilla del coche, donde miraba de reojo de tanto en tanto. No parecía moverse de su sitio.

—Pensaba que era zona neutral y he venido a dar una vuelta. Espero que no te moleste —le dijo ella con un tono casi desafiante.

—Déjalo todo como lo encuentres y no tendremos que lamentar nada —dijo, categórico—. Y, en todo caso, recuerda: esto es zona blanca. No me gustaría que se produjera una apropiación indebida.

—Serán solo unos minutos —respondió zalamera—. Quería disfrutar una noche de esta maravilla. Nunca se sabe cuándo será la última vez, ¿no crees?

Isabel dio dos pasos hacia delante y Miguel pensó que la cosa podía ponerse seria. Sus sentidos se agudizaron un poco más. Apretó los puños y la mandíbula y, justo cuando iba a girarse, escuchó de repente el batir de unas alas y la luz azulada desapareció. Isabel desapareció. Todo volvió a una cierta normalidad.

Se subió en el coche algo molesto por lo que había ocurrido, a pesar de saberse mucho más fuerte que Isabel. No le había gustado nada su encuentro, no en su zona. Salió por la carretera mirando constantemente el retrovisor por si volvía a ver alguna cosa. Iba tan distraído con lo que pasaba detrás que por poco no se estrella con uno de los pequeños muretes que bordean los puentes que hay en ese camino. Pisó el freno, se echó a un lado y paró el coche. Respiró hondo un par de minutos y se calmó. Después, siguió conduciendo, ya sin volver a mirar atrás.

El camino de regreso a casa se le hizo eterno. Su cabeza no paraba de anticipar situaciones futuras y ninguna era buena. Se detuvo en el aparcamiento y subió en el ascensor hasta el ático donde vivía en la Torre Francia. Entró en el pequeño departamento, se puso cómodo, se sirvió una copa de vino blanco bien fresco y salió a la terraza. Apoyó los codos en la barandilla mientras observaba toda la ciudad e intentaba vislumbrar desde allí alguna señal que llegara de El Palmar. Nada. Sacó el móvil de su bolsillo y les envió un mensaje a todos: «Hoy he visto un cuervo en la ciudad».

1 Somos luz en el mundo y dejamos que nuestra luz brille y alumbre a los demás.

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